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No es posible hablar de “pospandemia”

Lautaro Peñaflor Zangara

La semana pasada la Organización Mundial de la Salud decidió la finalización de la emergencia sanitaria a raíz del coronavirus, como si el inicio o la conclusión de la circulación de un virus, capaz de atravesar fronteras buscando huéspedes, dependiera de una declaración política.

Aun así, el momento fue muy imaginado: desde el comienzo de la situación -que se anunció extraordinaria, pero llegó para quedarse- la energía estuvo puesta en imaginar la luz al final del túnel.

¿Qué estabas haciendo en la noche del 19 de marzo, cuando Alberto Fernández anunció el primer aislamiento social, preventivo y obligatorio?

Seguramente lo recuerdes, como yo lo recuerdo. Es que se trató del preludio de una obra que estaría compuesta por varios actos y que -bastante tiempo después- podemos analizar en retrospectiva, pero no como algo que terminó, sino que llegó para quedarse.

Palabras que no conocíamos, una percepción del tiempo diferente, un fuerte pero temporario sentido de la fragilidad, distintas posibilidades de organización social que surgen a partir de la emergencia… Además de las historias personales o familiares, que sin dudas marcan nuestras subjetividades, la pandemia de coronavirus funcionó como un parteaguas que modificó paradigmas, potenció algunos aspectos y debilitó otros.

Desde el punto de vista sanitario, podemos decir que el sistema es capaz de elegir qué vidas cobrarse. Aunque la noción de “riesgo” para algunas personas no terminó, la sociedad no fue capaz de sostener un mínimo indispensable de cuidados para que esos individuos, para quienes el coronavirus nunca dejó de ser una amenaza, pudieran habitar el espacio con mayores condiciones de protección.

La pulsión de volver a una normalidad excluyente e intoxicada -y no por el virus- fue más fuerte que la posibilidad de construir una suerte de ética de la fragilidad. Así, nada se habla del existente Long Covid ni de las secuelas que seguramente tenemos, pero no percibimos. ¿Existe alguna política pública a fin de identificarlas?

La socialidad exigió volver a producir, aunque el mundo se volvió más desigual. Se acrecentó la pobreza para quienes ya eran pobres y se redujo el número de ricos que cada vez tienen más. Las corporaciones digitales y las farmacéuticas acumularon no sólo capital, sino también poder e influencia.

Habitamos nuevos e inexcusables espacios públicos digitales. Aunque, a priori, pueden representar herramientas valiosas en algunos entornos, también son excelentes oportunidades de negocios para firmas que pueden imponer lo que, luego, se volverá necesario y por lo cual debemos pagar, en dinero o en especie. El monitoreo constante y el tecno-control -con su lógica trasladable al mundo analógico- se inmiscuyeron en cada detalle de nuestras existencias.

No se trata de mundos posibles que no existían antes de la pandemia de coronavirus, pero sí de universos a los que la gestión política de la crisis favoreció en gran medida. Esos mismos contextos son hospedaje privilegiado para que proliferen con mayor vigorosidad noticias falsas y discursos de odio: la bronca, el enojo y la angustia se volvieron parte de nuestras vidas cotidianas.

El correlato de esa situación de emocionalidad permanente es la propensión a estilos autoritarios más marcados, mientras que los Estados se volvieron entelequias que necesitan repensarse si no quieren volverse meros árbitros observadores de un poder corporativo económico que no reconoce fronteras y tiene todo para avanzar.

La del coronavirus -y no me refiero al agente microscópico que circula buscando huéspedes- no es una época histórica que habremos superado, sino un tiempo que fue capaz de imponer nuevas reglas, que también implican continuidades y refuerzos, para hablar en términos de vacunas. A pesar de que la OMS decidió dar fin a la emergencia, no podemos hablar de “pospandemia”, así como no es posible salir de un espiral.

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