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Ecocidio

Lautaro Peñaflor Zangara

La Real Academia Española elige habitualmente la palabra del año. Suele tratarse de algún término vinculado con lo más destacado de los meses precedentes. En 2020, por ejemplo, fue confinamiento y en 2021, vacuna.

Este año hay doce finalistas y en el día de hoy se conocerá la elegida. Dentro de esa docena, hay una que es sumamente interesante que forme parte de la lista y a la que le dedicaremos este espacio: ecocidio.

Más allá de que sea o no finalmente seleccionada, sí es relevante observar que la cuestión climática está absorbiendo parte del discurso de las instituciones globales. Sin significar que la RAE -o cualquier equivalente- tengan alguna clase de soberanía sobre el habla de los pueblos, sí debemos resaltar que hubo un proceso de pensamiento institucional que colocó a este significante dentro de lo más importante del año que está cerrando.

Ecocidio, cuenta la Academia, está formada por la combinación de dos elementos compositivos: eco-, que significa “ámbito vital” o “ecológico”; y “-cidio”, que es la “acción de matar”, tal y como se refleja en otras palabras, como magnicidio u homicidio. Es decir, estamos hablando de la acción de matar nuestro ámbito vital o la ecología.

No se trata de un concepto que date de este año, sino que hace considerable tiempo distintas organizaciones especializadas, profesionales del ambiente y Pueblos Originarios vienen planteando la dimensión que ha tomado la pérdida de biodiversidad y, principalmente, sus causas y responsables.

Existen numerosos datos que lo corroboran. De las ocho millones de especies conocidas, un millón está en peligro de extinguirse; y Latinoamérica es una región particularmente perjudicada.

El cambio de uso del suelo sigue siendo el principal impulsor de la pérdida de biodiversidad: mientras se expande la frontera agropecuaria, se desmonta sin consciencia, se generan incendios y se deja sin su medio vital a cientos de seres vivos.

La Amazonía es un ejemplo de la crisis y de la urgencia. Según estudios basados en imágenes satelitales tomadas por Fundación Eco Ciencia de Ecuador, dicha zona -entre las más ricas en biodiversidad del mundo, sino la más- perdió el 9,7% de su vegetación natural entre 1985 y 2021. Esto representa 75 millones de hectáreas.  La mayor parte, se transformó en áreas agrícolas y ganaderas.

También debemos mencionar el daño a los océanos provocado por la sobrepesca industrial, los vertidos de petróleo, la incorporación de plásticos, etcétera; la contaminación de agua y suelo por vertidos químicos, en parte, provenientes de actividades relacionadas con la minería o el fracking; y las emisiones de las grandes industrias, incluyendo escapes y desastres nucleares.

Hablar de “ecocidio” implica poner dimensiones al desastre al que estamos asistiendo y también poder plantear la imperiosa discusión acerca de sus causas y sus responsabilidades. Suele planteárselo en términos de delito, es decir, una acción punible que se recomienda a los Estados incorporar a sus códigos penales.

Aunque podemos discutir si la punición puede colaborar, la aplicación de las leyes penales llega siempre con el hecho cometido. El concepto de ecocidio debe superar los estrechos márgenes de un tipo penal: debe hablarnos del proceso histórico, social y cultural que nos trajo hasta acá, y debe inspirar nuevas formas de vincularnos con la naturaleza para recomponerla y sanearla.

¿Cómo comenzar a pensarlo? Un buen punto de inicio se vincula con reconocer que la participación en el ecocidio no ha sido ni es igualitaria: los países ricos generan más daño y soportan menos consecuencias.

La discusión íntegra resulta inabarcable para esta columna, pero sí debemos reconocer que la visibilidad del concepto “ecocidio” es una buena noticia, aunque también nos impone el desafío de evitar atajos evasivos que puedan parecer prometedores pero, paradójicamente, son piedras de colores.

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