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Capitalismo digital, Twitter y democracia

Lautaro Peñaflor Zangara

“Nuestra memoria común no es una memoria de la democracia, sino de su ausencia”, dice el filósofo Paul Preciado en su más reciente libro, Dysphoria Mundi. Preciado nació en España, vale la mención, pues se trata de un país que luego de la dictadura franquista no llevó adelante un proceso colectivo que permitiera la reflexión y la toma de conciencia sobre la brutalidad que se había atravesado.

Sin embargo, trasladando su idea a nuestras latitudes, aunque Argentina sí llevó adelante un proceso de memoria, verdad y justicia, también aquí el pensamiento sobre la democracia nos lleva ineludiblemente a aquellos puntos que aún hoy podemos considerar deudas o falencias de este modelo de gestión del Estado al cual, parece, sólo podemos acercarnos asintóticamente.

A partir de la pandemia de coronavirus comenzaron a redefinirse (o a mostrarse más claramente) los vínculos entre las sociedades, los Estados y los poderes económicos, con particular protagonismo de las corporaciones digitales. En estas nuevas naciones en permanente hibridación entre lo analógico y lo digital, comienzan a aflorar nuevas formas de autoritarismo que elevan al status de posibilidad concreta algunas opciones que parecían prácticamente de laboratorio hasta hace algún tiempo.

Fenómenos de explosión como los sucedidos en Estados Unidos, con la toma del Capitolio, y más recientemente en Brasil, con el intento de golpe de Estado tras la asunción de Lula Da Silva, nos permiten pensar que hay algunos procesos en desarrollo. Es que el vínculo entre las características de las sociedades digitales y las formas autoritarias aún es exploratorio y estamos asistiendo a esta relación de manera protagonista y en tiempo presente.

Con algunas imágenes que parecían calcadas, ambos ejemplos no sólo implicaron el desconocimiento de los resultados electorales, sino que además fueron perfomances de esa reacción que canalizaba distintas formas de bronca. Las puestas parecían teatralizadas para las redes sociales, es decir, pensadas para el lenguaje y el modo de circulación de la información de la era digital: la foto o el video que se viraliza.

La afirmación de que es difícil (aunque no imposible) pensar en golpes de Estado a través de las fuerzas militares o policiales toma profunda consistencia con estos dos hechos. En las sociedades digitales, los Estados nacionales deben repensar sus roles y sus características frente a la cesión de soberanía a otros poderes cuyos límites geográficos están desdibujados. De hecho, si pensamos en el caso de Donald Trump, la revuelta del Capitolio -por la cual está siendo juzgado- perdió fuerza cuando deciden suspender su cuenta de Twitter.

Fue la CEOcracia de las corporaciones digitales la que decidió que, en este momento histórico en el cual las redes sociales tienen la potencialidad (¿monopólica?) de crear verdad, la voz del expresidente era peligrosa. Es la misma CEOcracia de las corporaciones digitales la que, con la llegada de Elon Musk a Twitter, decide devolver a Trump a la plataforma. Lo hace con una nueva perfomance democrática digital: preguntándolo a través de una encuesta en la que cualquier usuario podía votar. Como si la decisión no hubiese estado tomada. Ambos momentos implican el mismo peligro.

“La clase media siempre termina apoyando los golpes militares”, critica un lúcido diálogo de la película Argentina 1985. Es preciso reconocer la debilidad actual de los Estados; identificar dónde residen y cómo se difunden actualmente los autoritarismos; y pensar en qué es lo que en realidad se apoya, cuando se decide desconocer un resultado electoral.

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