por Lautaro Peñaflor Zangara
“Todos somos iguales, pero algunos somos más iguales que otros”. La cita corresponde a la obra satírica Rebelión en la granja, que George Orwell publicara en 1945. Como toda obra de su género, esconde en sus páginas una verdadera crítica política y social.
Desde marzo de 2020, en este espacio sostuvimos que la pandemia acrecentaría las desigualdades: la necesidad de frenar por completo la economía, la obligatoriedad del encierro y el imperativo de sostener ciertos cuidados sanitarios extra no serían sino excluyentes respecto a las diferentes maneras en las que se afrontarían.
Años después, y con la pandemia aún entre nosotros, es momento de ser completamente precisos acerca de aquellos grupos que se llevan la peor parte de la gestión política del coronavirus, entre quienes están los pueblos originarios, las personas en situación de vulnerabilidad social, quienes viven con alguna patología autoinmune y también aquellos que viven privados de su libertad ambulatoria.
Luego de la falaz discusión acerca de la “liberación de presos”, lo que sobrevino en las prisiones de todo el país fue literalmente el abandono a su suerte de todas aquellas personas que habitan distintos contextos de encierro y que, huelga decir, transitan paupérrimas condiciones de vida en el entorno que, se supone, busca su “reinserción social”.
Esas condiciones -que implican la sobrepoblación, el hacinamiento y las deficitarias condiciones de salubridad e higiene que reinan en estos espacios- son la antinomia de lo recomendado y aprehendido por la mayor parte del tejido social.
En los últimos días, el Comité Nacional para la Prevención de la Tortura emitió su primer informe post-pandemia, y concluyó que las muertes en el encierro constituyen una problemática sistemática, cuya magnitud pudo verse aún más agudizada en el contexto de la pandemia.
También destacan que, aunque las personas privadas de su libertad fueron definidas oficialmente como grupos vulnerables, el primer registro de vacunación a esta población fue en el mes de mayo: cinco meses después del inicio del Plan.
Las deficiencias descriptas en el mencionado documento van desde el acceso a la información hasta las estrategias para el diseño de políticas de protección de la salud y la vida de quienes están privados de la libertad.
En términos cuantitativos, y citando textualmente al reporte, “el número de muertes sobre el total de la población ascendió el año que inició la pandemia, tanto en el ámbito federal (5,1 defunciones cada mil personas, respecto de 3,6 en 2019) como en el bonaerense (4,2 defunciones cada mil personas, respecto de 3,3 en 2019). En lo que respecta al 2021, se observa que el primer caso descendió a un valor similar al 2019, mientras que el segundo se mantuvo igual que en 2020”.
Un punto interesante del texto refiere que las restricciones al ejercicio de derechos de la sociedad en su conjunto, se vio enfatizada en cárceles: las visitas de familiares y personas allegadas debieron ser suspendidas, al igual que las salidas transitorias e incluso el ingreso de docentes. Es decir, se coartaron las pequeñísimas instancias de contacto con el mundo exterior, aquel al que deben regresar quienes purgan penas en prisiones.
Aunque con la evolución de la situación epidemiológica la situación se restableció, lo concreto es que se desarrollan con menor frecuencia, con duración más breve y con menos cantidad de visitantes. A su vez, los protocolos en muchos casos restringen el contacto físico. Que esta situación se sostenga, consideran los autores, constituye una obstaculización no justificada respecto a derechos reconocidos.
Si, como planteaba Mandela, “una nación no debe juzgarse por cómo trata a sus ciudadanos con mejor posición, sino por cómo trata a los que tienen poco o nada”, queda de manifiesto que estamos aplazados.