Lautaro Peñaflor Zangara
El periodista argentino Reynaldo Sietecase sostiene que el absurdo del capitalismo queda evidenciado en el mercado del agua: que un recurso inevitablemente vital tenga un precio, suscite conflictos geopolíticos y llegue envasado en una botella que, a la larga, hay muchas posibilidades de que termine en el mar, habla bastante del humano como especie: en el Pacífico cada veinte minutos una tortuga se come una bolsa de plástico al confundirla con una medusa.
En tiempos de cambio climático, por emplear el eufemismo amigable que se asigna al desastre natural al que estamos asistiendo, las condiciones vitales están siendo objeto de una modificación del paradigma que es más abarcativa, pero que incluye aspectos tan básicos como el agua. Y también el aire.
Casi de forma cliché se ha repetido en los últimos años que tal o cual elemento “es político”, hasta el punto que la expresión perdió su capacidad de significar. Referimos, cuando así lo enunciamos, a que ese objeto en cuestión atañe al conjunto. Político, antes que aquello que se vincula con los actos de gobierno, debe ser entendido como aquello que escapa del ámbito individual y que requiere ser visto bajo la perspectiva de la vida colectiva, de la que nadie está exento.
Esta época de individualidad exacerbada nos trajo la pandemia como el inicio de un nuevo paradigma que aún está configurándose. A partir de 2020 vimos más claro que nunca cómo el oxígeno se volvió un insumo escaso. El coronavirus implicó triages que sólo eran superados si, al malestar propio de la nueva infección, se le sumaba una dificultad manifiesta para respirar. Sólo en ese caso se podía acceder a un respirador.
Es que los respiradores automáticos resultaron pocos y las industrias de automóviles, paralizadas por los aislamientos como herramienta de gestión de la pandemia, dedicaron su potencia a fabricarlos. Algunas personas, a su vez, debieron exponerse a ese aire en el que circulaba un virus buscando un huésped donde habitar para ir a las fábricas, así como el delivery -por ejemplo- siempre estuvo permitido.
Nunca estuvo tan claro el criterio jerárquico que el sistema propone entre las personas, a su vez, siempre por encima de cualquier otro ser vivo. Sin embargo, el aire contaminado como significante de esta época no se limita únicamente al coronavirus. Todos los días respiramos el aire del glifosato y tomamos el agua del arsénico.
La respiración, como el agua, dice el filósofo Franco Bifo Berardi, es ahora un concepto político necesario para pensar la regulación neoliberal de la vida: ha dejado de estar dado de antemano. Ahora es una variable conflictiva. Berardi cita algunos ejemplos impactantes: desde los adolescentes que juegan al límite del suicidio con bolsas de plástico hasta George Floyd, persona negra de Estados Unidos que en 2020 dijo “i can´ t breathe” (no puedo respirar) mientras era brutalmente violentado por la policía. A Floyd lo asfixiaron 8 minutos 46 segundos hasta que la agresión devino asesinato.
El cambio climático, mientras tanto, nos deja como consecuencia de las relaciones económicas de poder una atmósfera con presencia cada vez mayor de dióxido de carbono. Las soluciones que los excéntricos multimillonarios encuentran no tienen que ver con repensar nuestros vínculos hacia formas más amigables con el ambiente sino con poblar Marte para, si es posible, hacer lo mismo en otro planeta…
Cuando decimos que “respirar es político”, hablamos de que respirar ya no es (si alguna vez desde el siglo XVIII lo fue) únicamente una acción orgánica. El capitalismo de las corporaciones digitales también está corriendo el límite de su absurdo, sometiéndonos a un mundo con características cada vez más inhabitables y con las desigualdades preexistentes cada vez más cerca de la disyuntiva vida o muerte.
Mientras tanto, hacemos un picnic en un volcán en erupción cuya lava ya estamos viendo llegar a nosotros.