Lautaro Peñaflor Zangara
El parque nacional “Death Valley” es un espacio ubicado entre los estados de California y Nevada de Estados Unidos. Si bien desde hace tiempo es considerado el lugar más caliente de la Tierra, hace algunos días profundizó esa característica, al presentar una de las temperaturas más altas jamás registradas. Hablan de más de 56°, no de sensación térmica.
Algo novedoso fue que en esos días el lugar se llenó de turistas que querían vivir la experiencia de sentir el calor extremo. No hacen falta demasiadas explicaciones acerca del absurdo que ello representa, pues reducir un preocupante rasgo de la catástrofe ambiental a un paseo recreativo contrasta enormemente con la enorme cantidad de especies que han muerto en aquel lugar producto de la temperatura. Hasta se registran fallecimientos de humanos cuya razón, hipotetizan, puede ser el calor.
Es que la actividad turística no marida demasiado bien con el cambio climático. Sin embargo, el turismo se presenta como una de las categorías crecientes en la economía actual, una de las más fomentadas por parte de los Estados y también de las que mejores proyecciones futuras tiene. El problema está en indagar qué características tendrá ese futuro para el que la propuesta es sacarse selfies.
De la hibridación del turismo con las prácticas nocivas respecto al ambiente surge el concepto “extractivismo ambiental”. Aunque la Real Academia Española no incluye el término extractivismo en su diccionario, podemos definirlo como la explotación de forma indiscriminada de los bienes naturales y los territorios sin garantías de desarrollo, crecimiento ni preservación para las poblaciones ni los ecosistemas explotados.
Minería, hidrocarburos, industria forestal, agricultura industrial, entre otros: los ejemplos de actividades extractivas nos demuestran que estamos ante una lógica, ante un prisma a través del cual observar la realidad. Subyace de todo aquello a lo que se le agregue “extractivista” el implícito hecho de extraer.
De hecho, si hablamos de turismo todos los días estamos ante noticias similares a la mencionada de Death Valley. Cursos de agua secos, bosques incendiados, hielos que se derriten, especies que ya no existen o cuya existencia peligra. Los tours turísticos lentamente se están transformando en el recorrido de los impactos del desastre ambiental. Mientras tanto, el humano sigue ahí.
Es cierto: han surgido algunas formas de turismo, aún muy menores, que se autodenominan conscientes, que promueven la menor intervención posible de los ecosistemas o que erigen respecto a sí mismas epítetos como sustentables o amigables con el ambiente.
Sin embargo, escasa reflexión existe acerca de qué nos trajo hasta aquí. Pocas esperanzas tenemos respecto a que el vínculo del hombre con la naturaleza implique otras características respecto a las que tenía hace algunos años o, incluso, prepandemia. Aquello que, algunos sostenían, sería capaz de mostrar otras formas de vivir terminó por depositarnos en una forma acelerada de lo anterior (o, mejor dicho, de lo que nunca se detuvo).
La dinámica extractiva tiene lugar cuando los bienes naturales y culturales de un lugar, en su carácter de atractivos turísticos, son tratados en realidad como mercancías. Allí podemos observar cómo operan las lógicas de la apropiación y la sobreexplotación, por ejemplo. El objetivo es el mismo de siempre: maximizar los beneficios económicos.
Pretender detener los impactos del desastre ambiental colocando cestos para separar residuos en una playa, una catarata o un glaciar resulta tan insuficiente como apagar un incendio con una pistolita de agua. Mientras, el extractivismo se amplifica y se ramifica llegando cada vez a más y más sectores de la economía. Existen sobradas muestras de que ese progreso no llega. Si algún cálculo dice que sí llegó, es porque la ecuación no incluyó aquellos costos que no son precisamente económicos.