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Donde se quiebra el relato

Lautaro Peñaflor Zangara

“Es muy penoso pensar que, aun en una eventual Argentina con abundante oferta laboral, muchos de esos ciudadanos podrían ser impermeables a asumir el desafío de la dignidad, la utopía de la movilidad social ascendente, porque desconfían del mercado, del vocablo ´privado´”, afirma Marcelo Gioffré en un artículo de opinión titulado “La discordia histórica entre la clase media y la patria choriplanera”, que fue publicado en el diario La Nación y que tuvo amplia repercusión.

En resumidas cuentas, el columnista intentó explicar lo que él entiende como una discrepancia cultural entre “quienes quieren trabajar y quienes no”, y lo hizo acudiendo a peligrosas dosis de racismo y a una visión supremacista que, a esta altura, debería estar al menos seriamente cuestionada.

Inicialmente, debemos advertir que las relaciones sociales no son todo lo horizontales que el analista pretende: están atravesadas por un sinfín de significantes, por ejemplo, las estructuras de poder y las posibilidades asimétricas de influir en la opinión pública. La disyuntiva entre “clase media” y “patria choriplanera” es tan arbitrariamente construida como evasiva de elementos contextuales relevantes.

De hecho, que una lectura clasista acerca del mercado laboral en Argentina provenga de las páginas de La Nación también connota algunas cosas, pues es importante conocer desde dónde se enuncia cada discurso. En este caso, estamos hablando de una publicación que originalmente se imprimía en formato sábana, porque no era leída precisamente por los trabajadores mientras iban a su lugar de empleo, sino por los hacendados mientras tomaban el desayuno que otra persona les había preparado, probablemente, sin todas las cargas que exige la ley laboral.

Dicho esto, sí acordaremos en que el mercado del trabajo está en crisis. Sin embargo, como venimos sosteniendo en este espacio, gran parte de esas dificultades no se relacionan con la llamada “cultura del trabajo”, sino con un fenómeno que era minoritario y que en los últimos años se expandió: en Argentina hay trabajadores que son pobres. A muchas personas ya no les alcanza con tener empleo para satisfacer las necesidades más elementales.

Según datos que difundió el INDEC en diciembre de 2022, el promedio de ingresos mensuales en el país es de $83.755.- En el mismo mes, también relevó que una familia de cuatro integrantes necesitó $152.515,29.- para no ser pobre. A su vez, el crecimiento de los salarios no iguala a la inflación, que marca el día a día de la economía de todas las personas. La (in)ecuación está clarísima.

Si hablamos de distribución del ingreso, siempre según el instituto de estadísticas oficiales, el decil más pobre de la sociedad se repartió el 1,9% de la riqueza producida; mientras que el decil más rico acumuló el 31,3. Quince veces más.

El gobierno, mientras, sostiene que el empleo está creciendo. Lo hace acríticamente, sin detallar cuántos de los puestos laborales no son formales, sino precarios, sabiendo que hay un fuerte protagonismo de los monotributistas, con las implicancias que tal régimen conlleva. Es con datos como estos que se quiebra el relato: ¿quién querría trabajar para no superar la línea de la pobreza?

Pese a la elocuencia de la situación que perjudica de igual manera a “clase media” y “patria choriplanera” siguiendo los términos del artículo mencionado, gran parte del sector periodístico e intelectual nacional opta deliberadamente por hablar de “ciudadanos impermeables a asumir el desafío de la dignidad”, planteando una antinomia destructiva para el conjunto. Se constituyen, así, en exégetas de la reforma laboral de hecho que está sucediendo.

Podemos coincidir en que la movilidad social ascendente está en riesgo en Argentina. En lo que no estaremos de acuerdo es en asignar el fenómeno a lo que en realidad es una consecuencia de él: el desgano de las personas. En la era del capitalismo digital acelerado se exige trabajar, pero no se ofrece trabajo de calidad.

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