Por Lautaro Peñaflor Zangara
Un día, de repente, algunas de las plataformas que más usamos (WhatsApp, Facebook e Instagram, puntualmente) se llenaron de circulitos azules: fue el flamante estreno de Meta IA, la inteligencia artificial propiedad de la empresa que nuclea las mencionadas redes.
Comenzamos, desde entonces, a hacerle preguntas a ese chat, que es realmente lúdico. Genera situaciones chistosas, le podemos pedir ilustraciones que nos resuelve prácticamente al instante y es interesante preguntarle a la inteligencia artificial por uno mismo, por ejemplo.
Sin embargo, mientras nos entretenemos con este costado que genera fascinación (como toda tecnología) el interrogante que surge es si a vos alguien te preguntó si querías, si estabas de acuerdo, si dabas tu aprobación para que esa nueva herramienta esté, de manera ubicua, en muchas de tus redes sociales y en todos tus dispositivos.
No se trata, para nada, de ser alarmistas respecto a las innovaciones: históricamente han avanzado y, aunque muchos protocolos sociales se modifican con las mismas, es manifiesto que también reportan ventajas. Sin embargo, existe un punto en el que nos detendremos.
Ya sucedió con el famoso Chat GPT, al cual Meta IA busca competirle. En un momento, una corporación trasnacional decidió lanzar al alcance de todas las personas una herramienta imperfecta, en desarrollo, cuyos alcances e implicancias, en líneas generales, desconocemos.
Lo hicieron en esa ocasión y volvió a suceder ahora: no existe prácticamente ninguna instancia que pueda poner un “pero” al avance de las inteligencias artificiales, que escalan el acceso a nuevas instancias de la digitalidad, inexploradas y desconocidas. ¿Los Estados? Bien, gracias.
Las IA son desarrollos que buscan emular, mediante un algoritmo, alguna acción humana. En este caso, son principalmente dialógicas y, tanto GPT como Meta IA, se caracterizan por la capacidad para elaborar textos de manera similar a como lo haría una persona.
Es muy probable que detectemos errores en las construcciones que realizan, pero tenemos que considerar que se irán refinando con el tiempo. Se trata de proyectos que están en constante evolución, que irán creciendo, que son las primeras versiones abiertamente compartidas. Teniendo en cuenta esto, dejan un interrogante concreto acerca de hasta dónde llegará su capacidad para imitarnos y su posible control.
El paradigma de aceleración tecnológica al que estamos asistiendo está siendo marcadamente corporativo, vinculado a un puñado de gigantes. Más allá de la simple accesibilidad individual, no ofrecen posibilidades de desarrollo social ni de crecimiento para las comunidades. Dicho de otra manera, se están consolidando en un marco de desigualdad y lo están profundizando.
Las inteligencias artificiales requieren entrenamiento. Las que elaboran textos a partir de información requieren, entonces, de muchísimos datos. Hete aquí un punto de opacidad: las corporaciones digitales cuentan un vasto acervo de información personal de todos sus usuarios que, en mayor o menor medida, terminan en estos soportes.
Las empresas suelen hacer descargos de responsabilidad aclarando que ciertos datos no los usan para otras finalidades más que las visibles, pero siempre existe la letra chica. Además, todo el tiempo damos “aceptar” en Internet a un montón de cosas que no sabemos qué son.
Todo esto lo cedemos de manera gratuita porque, como mencioné, el conglomerado corporativo no se caracteriza por redistribuir su ingreso, sino por concentrarlo. Aunque yo considero que deberían pagarnos por probar y entrenar sus inteligencias artificiales, pasa todo lo contrario: les tributamos como si fuesen Estados y les obedecemos como si fuesen dioses.